Asalto a la cumbre del Everest como objetivo empresarial. Turismo de altura y masificación en las montañas

Rafael Cebrián Gimeno

El País ha publicado la pasada semana artículos firmados por Oscar Gogorza, periodista y guía de alta montaña, sobre la ascensión el pasado miércoles 22 de los corrientes al Everest de 200 personas. Entre la noche y el día del martes y el citado miércoles, desde el campamento IV, a 7.900 metros de altitud, 250 personas salieron en el intento de coronar el techo del mundo (8.840 metros). En un irresponsable alarde de insensatez, trufado por los intereses económicos del Nepal y China, países que explotan esta modalidad de expediciones masificadas, una apretada cola de individuos (no puedo titularlos como montañeros por no desprestigiar el nombre), literalmente pegados unos a otros en la estrecha cresta cimera, sin poderse mover, a la espera de su turno para acceder a la cumbre -en la que caben muy pocos-, o bajar de la misma, colapsaba durante horas el tramo final con un colosal atasco, saldado con diez muertes, según El País. Al mismo tiempo, verdaderos himalayistas que acometían la ascensión a estilo alpino y sin oxígeno, se vieron atrapados en el callejón de la ruta u obligados a renunciar a la cumbre cuando ya la tenían a su alcance, ante el elevado riesgo que supone la permanencia a esta altitud letal, donde cada minuto cuenta para la supervivencia.

La fotografía de El País del domingo 26, tomada por el sherpa nepalí Nirmal Puja, muestra una insólita escena que, cuando menos, te deja perplejo: una apretada fila en la estrecha cresta, donde quedaron inmovilizados los individuos durante más de dos horas por el descomunal e imprudente embotellamiento. No es la primera barbaridad de esta índole que ha sucedido: ya es un despropósito que se repite, con el récord (hasta ahora) en el año 2012 con 260 individuos intentando la ascensión.

En la temporada última (mayo y octubre son los meses en los que se dan las condiciones más favorables para la ascensión), 802 personas han subido la montaña soberana del planeta. Cualquiera puede hacer cumbre en estas condiciones si puede asumir su coste que oscila entre 26.000 y 115.000 euros (cifras tomadas de El País), para ello no es necesario que sea un alpinista consumado, ya que recibe el cuidado y la ayuda de sherpas, la estrecha vigilancia de los guías, porteadores de altura, total infraestructura de la ruta…centenares de cuerdas fijas a las que van sujetos, y, muy importante, oxígeno, todas las botellas que hagan falta: todo está montado para asegurar la ascensión a los que la han “comprado”. Naturalmente, todo ello a condición de que tengan una buena salud, vigor físico y entrenamiento deportivo, puesto que, aunque disponga de todas las condiciones a favor que hemos citado, se trata de una prueba extrema para el organismo, pero que, no obstante, da lugar a que participen individuos no capacitados, ni mínimamente experimentados en la montaña, cuya dependencia a esta forma de ascensión es de peligrosas consecuencias por su falta de respuesta a imprevistas situaciones técnicas o ambientales que puede terminar en tragedia, como el caso que nos ocupa. Han pagado para pisar la cumbre de la Tierra y hacerse la foto, como una forma más de consumismo y de la enfermiza búsqueda de la notoriedad, donde se ha banalizado y rebajado el alpinismo para llevarlo a una modalidad de turismo, dirigido por turoperadores, con el lucro como único objetivo.

¿Hasta cuando este irresponsable negocio que pone en peligro la vida a estos turistas, actores en un marco de extremas condiciones ambientales y que prostituye el íntimo sentimiento de subir montañas por el propio esfuerzo? El montañero, a través de un largo y sostenido aprendizaje, equilibra y mide su técnica y capacidad ante la dificultad que piensa afrontar, acometiendo aquellas ascensiones que forman parte de sus posibilidades para lograrla, a sabiendas de su debilidad ante la magnificencia de las montañas, con el factor siempre presente de la aventura y la superación, teniendo como principio de ética alpina, escalar por sus propios medios, sin el recurso de excesivas ayudas. No significa por ello que se prescinda totalmente de medios auxiliares: cuerdas, mosquetones, crampones, sistemas de seguro… que reducen el riesgo y desplazan la concepción del alpinismo como un deporte suicida. Tampoco significa menospreciar el auxilio de los profesionales de la montaña, muy por el contrario, soy defensor de la dignidad de su cometido y la necesidad de su experiencia y formación. Es uno mismo quien debe decidir la ascensión y la forma de hacerla según sus condiciones físicas, técnicas y sicológicas y con arreglo a un código personal compartido con el compañero o compañeros de expedición y de cordada. Nada dice de estos principios las imágenes que nos han llegado de una larga la fila de individuos abarrotando la cresta cimera y que, salvo excepciones (naturalmente podemos pensar en excepciones), están ahí porque tienen dinero para pagar su opción a subir la gran montaña: una banalización del alpinismo que rebaja su valor sentimental.

En mayo del año 1953 el neozelandés Edmund Hillary y el sherpa nepalí Tenzing Norgay coronaban el techo de la Tierra. En el año 1924, en los albores del himalayismo, una expedición británica llevó a cabo el segunda intento de ascensión: George Mallory y Andrew Irvine no regresaron, quedando el interrogante de si los legendarios alpinistas habían logrado la anhelada cumbre. En 1999 fue encontrado el cadáver de Mallory a 8.200 metros, pero no el de Irvine, el cual era portador de una máquina fotográfica, cuyo contenido podría revelarnos si habían triunfado en aquel fatídico e histórico intento. En el año 1978 Reinhold Messner y el austriaco Peter Habeler fueron los primeros en coronar el Everest sin oxígeno, demostrando que era posible, pese al generalizado diagnóstico negativo científico imperante. En el año 1980, Messner repitió la ascensión, esta vez en solitario y también sin oxígeno. La proeza de estas memorables ascensiones y sus extremas condiciones, han marcado un hito en la historia del himalayismo, un antes y un después que, una vez más, desplaza la intangible frontera de lo “imposible”, dejando el reto actual en el encuentro con las grandes montañas en límites difícilmente alcanzables.

El disparate comercial del Everest es el sumun de la masificación de la montaña por turistas de altura, la invasión de la pureza de los paisajes y su degradación, con un rastro de residuos, donde en muchos casos personales o colectivos, la ética montañera y el respeto al medio ambiente, brillan por su ausencia. Así es en cualquiera de los espacios en los que se mueve el practicante en actividades de aire libre: un comportamiento que, afortunadamente, no es de todos. Siguen en pie, por fortuna, los valores del montañismo, la veneración por los espacios naturales y la conservación de la pureza de los paisajes, principios y sentimientos mantenidos por el compromiso personal o colectivo de entidades, grupos y personas. No abandonemos.

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